viernes, 10 de febrero de 2012



MENSAJE DEL SANTO PADRE CON OCASIÓN DE LA
XX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2012)
“¡Levántate y vete; tu fe te ha salvado!” (Lc 17,19)

Queridos hermanos y hermanas:

En ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo 11 de febrero de 2012, en el que recordamos a la Bienaventurada Virgen de Lourdes, deseo renovar mi espiritual cercanía a todos los enfermos que se encuentran en residencias o son atendidos en las familias, y expreso a cada uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia. En la acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos.

1.     Este año, que constituye la preparación más próxima a la Solemne Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero de 2013, y que se detendrá en la emblemática figura evangélica del samaritano (cfr Lc 10,29-37), quisiera poner el acento en los “Sacramentos de curación”, es decir, en el Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, y en el de la Unción de los Enfermos, que tiene su natural cumplimiento en la Comunión Eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez leprosos, que narra el Evangelio de san Lucas (cfr Lc 17,11-19), en particular las palabras que el Señor dirige a uno de ellos: “¡Levántate y vete; tu fe te ha salvado!” (v. 19), ayudan a tomar conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con Él, pueden experimentar realmente que ¡quien cree no está nunca solo! Dios, en efecto, en su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlos y desea curar nuestro corazón en lo más profundo (cfr Mc 2,1-12).
La fe de aquel único leproso que, al verse sanado, lleno de asombro y de alegría, vuelve enseguida a Jesús para manifestarle su reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es signo de algo más precioso que la simple curación física, es signo de la salvación que Dios nos da a través de Cristo, y que encuentra expresión en las palabras de Jesús: tu fe te ha salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, es cierto que Su amor no le abandona nunca, y que, también, el amor de la Iglesia, que continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca disminuye. La curación física, expresión de la salvación más profunda, revela, así, la importancia que el hombre, en su integridad de alma y cuerpo, tiene para el Señor. Cada uno de los Sacramentos, además, expresa y actúa la proximidad del mismo Dios, el cual, de manera absolutamente gratuita, “nos toca por medio de realidades materiales …, que Él toma a su servicio y las convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros y Él mismo”  (Homilía, S. Misa del Crisma, 1 de abril de 2010). “La unidad entre creación y redención se hace visible. Los Sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero” (Homilía, S. Misa del Crisma, 21 de abril de 2011).
El quehacer principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de Dios, «pero este mismo anuncio debe ser de curación: “… vendar las llagas de los corazones rotos” (Is 61,1)» (ibid.), según la misión que Jesús confió a sus discípulos (cfr Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-14; Mc 6,7-13). El binomio entre salud física y renovación de las laceraciones del alma nos ayuda, pues,  a comprender mejor los “Sacramentos de curación”.
2.     El Sacramento de la Penitencia ha sido, a menudo, el centro de reflexión de los Pastores de la Iglesia, por su gran importancia en el camino de la vida cristiana, ya que “toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él con profunda amistad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando el anuncio de perdón y de reconciliación aclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la humanidad a convertirse y a creer en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo: “En nombre de Cristo … somos embajadores: por medio de nosotros, es Dios mismo quien exhorta. Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Co 5,20). Jesús,  durante su vida, anuncia y hace presente la misericordia del Padre. Él no ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza también en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado, para donar la vida eterna; así, en el Sacramento de la Penitencia, en la “medicina de la confesión”, la experiencia del pecado no degenera en desesperación, sino que encuentra el Amor que perdona y transforma (cfr Juan Pablo II, Exhortación ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Dios, “rico en misericordia” (Ef 2,4), como el padre de la parábola evangélica (cfr Lc 15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus hijos, sino que los escucha, los busca, los alcanza allí donde el rechazo de la comunión aprisiona en el aislamiento y en la división,  los llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y de la reconciliación. El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la tentación de abandonarse al desaliento y a la desesperación, puede transformarse en tiempo de gracia para entrar de nuevo en uno mismo y, como el hijo pródigo de la parábola, reflexionar sobre la propia vida, reconociendo los errores y fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y volver a recorrer el camino hacia su Casa.  Él, en su gran amor, siempre, y de cualquier modo, vela sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a cada hijo que vuelve a Él, el don de la plena reconciliación y de la alegría.

3.     De la lectura del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús mostró siempre una particular atención hacia los enfermos. Él no sólo ha enviado a sus discípulos a curar las heridas (cfr Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un Sacramento específico: la Unción de los Enfermos. La Carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cfr 5,14-16): con la Unción de los Enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda a los enfermos al Señor doliente y glorificado, para que les alivie sus penas y los salve; es más,  les exhorta a unirse espiritualmente a la pasión y a la muerte  de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del Pueblo de Dios.
Este Sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio de Monte de los Olivos, donde Jesús se encuentra dramáticamente delante de la vía que le indicaba el Padre, la de la Pasión, la del supremo acto de amor, y la acepta. En esa hora de prueba, Él es el mediador “trasladando a sí mismo, asumiendo él mismo el sufrimiento y la pasión del mundo, trasformándola en grito hacia Dios, llevándola antes los ojos y las manos de Dios, y así, llevándola realmente al momento de la Redención” (Lectio divina, Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero “el Huerto de los Olivos es …, también, el lugar en el cual  Él asciende al Padre y, por tanto, el lugar de la Redención … Este doble misterio del Monte de los Olivos está siempre  “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia … signo de la bondad de Dios que nos toca” (Homilía, S. Misa del Crisma, 1 de abril de 2010). En la Unción de los Enfermos, la materia sacramental del aceite se nos ofrece, por así decir, “como medicina de Dios … que ahora nos da la certeza de su bondad, nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, más allá del momento de la enfermedad, restituya a la curación definitiva, a la resurrección (cfr Gc 5,14)” (ibid.).
Este Sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la reflexión teológica como en la acción pastoral de los enfermos. Valorizando los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la vida (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1514), la Unción de los Enfermos no debe ser considerada  casi como “un sacramente menor” respecto de los otros. La atención y el cuidado pastoral hacia los enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios para los que sufren, y por otro lado produce ventaja espiritual también a los sacerdotes y a toda la comunidad cristiana, sabiendo que todo lo que se hace al más pequeño, se hace al mismo Jesús (cfr Mt 25-40).

4.     A propósito de los “Sacramentos de la curación”, S. Agustín afirma: “Dios cura todas tus enfermedades. No temer, pues: todas tus enfermedades serán curadas … Tú sólo debes permitir que él te cure y no debes rechazar sus manos” (Exposición sobre el salmo 102, 5: PL 36, 1319-1320). Se trata de medios preciosos de la Gracia de Dios, que ayudan al enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud,  con el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo. Junto a estos dos Sacramentos, quisiera también subrayar la importancia de la Eucaristía. Recibida en el momento de la enfermedad contribuye, de manera singular, a realizar esta transformación, asociando a quien se nutre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que Él ha hecho de Sí mismo al Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial en particular, presten atención para asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a la Comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no pueden ir a los lugares de culto. De este modo, a estos hermanos y hermanas se les ofrece la posibilidad de reforzar la relación con Cristo crucificado y resucitado, participando, con su vida ofrecida por amor a Cristo, en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es importante que los sacerdotes que prestan su delicada misión en los hospitales, en las residencias y en las habitaciones de los enfermos se sientan verdaderos « “ministros de los enfermos”, signo e instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a todo hombre marcado por el sufrimiento » (Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del Enfermo, 22 de noviembre de 2009).
La conformación con el Misterio Pascual de Cristo, realizada también mediante la práctica de la Comunión espiritual, asume un significado muy particular cuando la Eucaristía se administra y se acoge como viático. En ese momento de la existencia, resuenan de modo aún más incisivo las palabras del Señor: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). La Eucaristía, en efecto, sobre todo como viático, es – según la definición de san Ignacio de Antioquia – “fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte” (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661), sacramento del pasaje de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, que a todos espera en la Jerusalén celeste.

5. El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, “¡Levántate y vete; tu fe te ha salvado!”, se refiere también al próximo “Año de la fe”, que iniciará el 11 de octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y la belleza de la fe, para profundizar su sentido y para testimoniarla en la vida de cada día (cfr Carta ap. Porta fidei, 11 de octubre de 2011). Deseo animar a los enfermos y a los que sufren a encontrar siempre un áncora segura en la fe, alimentada por la escucha de la Palabra de Dios, por la oración personal y por los Sacramentos, mientras que invito a los Pastores a estar cada vez más disponibles en su celebración para los enfermos. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor y como guías del grey confiado a ellos, los sacerdotes se sientan llenos de gozo, atentos con los más débiles, los sencillos, los pecadores, manifestando la infinita misericordia de Dios con las palabras tranquilizadoras de la esperanza (cfr S. Agustín, Carta 95, 1: PL 33, 351-352).
A todos los que trabajan en el mundo de la salud, como también a las familias que en sus propios familiares ven el Rostro sufriente del Señor Jesús, renuevo mi agradecimiento y el de la Iglesia, porque, en su profesión y en el silencio, a menudo, sin decir el nombre de Cristo, lo manifiestan concretamente (cfr Homilía, S. Misa del Crisma, 21 de abril de 2011).
A María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada confiada y nuestra oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo  agonizante en la Cruz, acompañe y sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en el camino de curación de las heridas del cuerpo y del espíritu.
A todos aseguro mi recuerdo en la oración, mientras imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.

En el Vaticano, el 20 de noviembre de 2011, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.

                                                                                        Benedictus PP XVI