jueves, 3 de noviembre de 2011

ORACIÓN POR UNA IGLESIA SANTA Y POR LOS DIFUNTOS


- ESQUEMA -

MOTIVACIÓN ORACIÓN

Unimos en la oración de esta tarde las celebraciones tenidas esta semana de la fiesta de Todos los Santos y la Commemoración de Todos los Difuntos. Lo hacemos también desde un sentido de Iglesia con la mirada puesta en el Día de la Iglesia Diocesana a tener en un par de domingos.

Escuchamos la llamada a la santidad que ha significado la fiesta de Todos los Santos y sentimos que ese camino no lo podemos hacer sino con la ayuda de la gracia del Señor. Reflexionamos sobre la llamada que el Señor nos hace y oramos para que el Señor nos acompañe con su gracia. Es el primer momento de nuestra oración.

Exposición del Santísimo y cántico: Iglesia peregrina

Oración por la Iglesia

¡Bienaventurada eeres tú, Iglesia, porque eres pueblo de Dios!

Señor, somos peregrinos,

caminantes sedientos de lo Absoluto.

Vagamos por este mundo

sin tener tierra propia.

Tú, Señor, eres nuestra tierra prometida.

Tú el que al caminar nos haces camino.

Gracias por ser pueblo de Dios,

donde viven pobres y ricos,

buenos y malos,

santos y pecadores,

obispos y laicos.

Haz nuestra Iglesia, Señor,

capaz de transmitir la bienaventuranza

de la reconciliación;

que sea un recinto de paz y de amor,

capaz de transmitir esperanza.

Señor, haznos Iglesia caminante,

no instalada en la comodidad,

abriendo nuevos horizontes.

Haz que en comunión con el Papa,

seamos signos de universalidad,

de valentía y osadía

en los caminos del Espíritu.

Haz, Padre,

un pueblo de hermanos,

una comunidad de amigos

testimoniando el amor de Jesús

en el gozo de ser

portadores de la nueva civilización

de la vida y del amor.

Haznos felices en el pueblo de Dios,

caminantes hacia la plenitud del amor.

Amén.

Proclamación del texto del Apocalipsis

Reflexión:

¿A quienes contemplamos entre esa muchedumbre que nos describe el Apocalipsis? Los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus mantos en la sangre del Cordero, los que tienen en sus manos las palmas de la victoria, porque ya cantan en el cielo la gloria del Señor.

¿Formaremos parte un día de ese cortejo? Es nuestro deseo y nuestra esperanza. Caminamos por la vida en la gran tribulación que nos dice el texto sagrado, y queremos ser fieles. Ya hemos sido comprados con la Sangre del Cordero, de Cristo que nos ha redimido y por la fuerza del Espíritu somos hijos, hijos de Dios. Así ha sido el amor que el Padre nos ha tenido.

Queremos ser fieles y luchamos por vivir el espíritu de las bienaventuranzas. Queremos ser fieles y queremos vivir en el amor y haciendo el bien. Queremos ser fieles y ansiamos vivir una vida santa apartándonos del pecado.

Nos cuesta, pero confiamos en el Señor. Oramos a Dios para que nunca nos falte su gracia. Vamos a hacerlo ahora. Vamos a mirar nuestra vida ahí en esas cosas que nos cuestan y vamos a pedirle al Señor por ello. Oramos para que en esos momentos de debilidad tengamos la fuerza del Señor. Oramos para que el Señor nos haga crecer en el amor y en las cosas buenas.

Silencio meditativo

Plegaria

Unámonos a la alabanza que tributan a Dios todos los bienaventurados

Respondemos diciendo: Bendito seas, Señor

· Por tu Hijo, hecho hombre por nosotros.

· Por María, glorificada conjuntamente con tu Hijo

· Por todos los que ayudan a los demás a escalar la perfección

· Para que nadie sea obstáculo que impida el avance de todos hacia el cielo

· Por todos los que entregaron sus vidas a favor de los hermanos

· Por los que se esfuerzan en realizar la tarea de la propia santidad

· Por los educadores que enseñan a los alumnos los caminos del bien

· Por los padres que despiertan en sus hijos virtudes religiosas

· Por todos los santos nuestros hermanos que nos esperan con la corona de gloria

Te damos gracias, Señor, por el hombre. Tú has puesto en él tus ojos de Padre; concédenos que siguiendo el ejemplo de los buenos, merezcamos sentarnos junto a Ti en el Reino que nos tienes preparado. Por Jesucristo nuestro Señor.

Oración por los difuntos

El segundo momento de nuestra oración va a ser orar por los difuntos. Escuchamos un texto del Antiguo Testamento que habremos escuchado muchas veces.

Proclamación del texto de los Macabeos

Reflexión y oración

Si oramos por los difuntos es porque tenemos esperanza en al vida eterna y creemos en la resurrección. Son artículos de nuestra fe. Si Judas Macabeo no hubiera creido y esperado en la resurrección no hubiera tenido sentido el ofrecer aquel sacrificio en el templo de Jerusalén. Nosotros lo hacemos tambien desde esa esperanza. Porque ademas contemplamos a Cristo muerto y resucitado. Es nuestra certeza. Nuestra seguridad. Y no ofrecemos ni una oración cualquiera ni un sacrificio cualquiera, porque en nuestra oracion está Jesús, está el sacrificio de Cristo.

Vamos a hacerlo esta tarde. Vamos a recordar a nuestros difuntos, nuestros familiares, nuestros amigos, las personas con las que hemos convivido a lo largo de la vida o en los ultimos años. Vamos a pensar en ellos y hacer como un recorrido de sus nombres delante del Señor.

Silencio orante

Plegaria

Oremos al Señor Jesús, que transformará nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo y digámosle:

· Tú, Señor, eres nuestra vida y nuestra resurrección

· Oh Cristo, Hijo de Dios vivo, que resucitaste de entre los muertos a tu amigo Lázaro, lleva a una resurrección de vida a los difuntos que rescastaste con tu sangre preciosa

· Oh Cristo, consolador de los afligidos, que, ante el dolor de los que lloraban la muerte de Lázaro, del joven de Naín y de la hija de Jairo, acudiste compasivo a enjugar sus lágrimas, consuela tambien ahora a los que lloran la muerte de los seres queridos.

· Oh Cristo Salvador, destruye en nuestro cuerpo mortal el dominio del pecado por el que merecimos la muerte, para que obtengamos en ti la vida eterna.

· Oh Cristo Redentor, mira benignamente a los que, por no conocerte, viven sin esperanza, para que crean también ellos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro.

· Tú que, al dar la vista al ciego de nacimieto, hiciste que pudiera mirarte, descubre tu rostro a los difuntos que todavía carecen de tu resplandor.

· Tú, Señor, que permites que nuestra morada corpórea sea destruída, concédenos una morada eterna en los cielos.

Canto eucarístico y Bendición con el Santísimo

sábado, 22 de octubre de 2011

Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe

Carta apostólica en forma de Motu proprio
Porta fidei
del Sumo Pontífice Benedicto XVI
con la que se convoca el Año de la fe


1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.


2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.


3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.


4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis, realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca». Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla». Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios, para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.


5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar», consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».


6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz».


En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).


7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo». El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios. Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».


Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.


8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.


9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza». Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.


No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».

10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.


A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.


Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.


La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”».


Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.


Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre». Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.


11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial».


Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.


En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.


12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.


En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.


13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.


Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.


Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).


Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.


Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).


Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.


Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar.

Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).


Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.


También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.


14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).


La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).


15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.


«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.


Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.



Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.

Traducción: Secretaria de Estado

miércoles, 12 de octubre de 2011

A Cristo crucificado

A Cristo crucificado


Anónimo del siglo XVI

No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

¡Tú me mueves, Señor!, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara,
y aunque no hubiese infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
porque, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Nada soy ante Ti que eres imagen del Dios invisible

Nada soy ante Ti que eres imagen del Dios invisible

Postrado en tu presencia, Señor, estoy ante Ti,

adorándote y amándote

desde lo mas profundo de mi corazón y de mi vida;

en ti, Señor, pongo toda mi fe y mi confianza;

Tú eres la esperanza de mi vida

y para ti quiere ser todo mi amor;

aumenta, Señor, mi fe,

dale firmeza a mi esperanza,

aviva el fuego de tu amor en mi corazón

para que te ame sobre todas las cosas

y para que aprenda a amar a los hermanos

según los deseos de tu corazón.

Creo, Señor, en tu presencia, real y verdadera

en el Sacramento de la Eucaristìa;

aquí estás, Señor, verdaderamente presente

y me postro ante Ti,

que eres verdadero Dios y verdadero Hombre,

pero que ha querido quedarte presente para siempre

en el Sacramento de la Eucaristía.

Reconozco que nada soy ante Ti,

que eres Imagen del Dios invisible,

y que te acercas a mí

revelando los secretos de tu corazón,

los secretos del Misterio de Dios;

nadie conoce al Padre

sino aquel a quien Tú quieras revelárselo,

pero viéndote a ti estamos viendo el rostro de Dios,

nos estás descubriendo al Dios invisible,

al Dios inmenso, todopoderoso y creador,

al Dios que lo llena todo

en su inmensidad y en su poder,

pero que se derrite de amor infinito por nosotros

y te ha enviado a ti

para que no nos encandilemos

ni confundamos ante su grandeza,

sino que descubramos ese rostro

lleno de amor y misericordioso de Dios.

Tú eres, Cristo Jesús, la Palabra eterna de Dios

por quien fueron creadas todas las cosas,

las del cielo y las de la tierra,

las visibles y las invisibles,

tronos, dominaciones,

principados, potestades,

todo lo ha creado Dios por ti y para ti,

y todas en ti tienen su consistencia plena.

Tú eres, Señor, la cabeza del cuerpo

que es la Iglesia,

que somos nosotros

y a Ti tenemos que estar siempre unidos

porque sin Ti nada somos

ni podríamos existir;

como el sarmiento a la vid

nosotros queremos estar unidos a ti,

porque sin ti nada podemos hacer;

por eso eres el principio de todo,

el primogenito de entre los muertos,

la primicia de todas las cosas.

Tú eres, Señor, el que nos ha arrancado de las tinieblas

para traernos a la luz,

el que nos ha redimido con su sangre,

el que puso en paz todas las cosas,

el que vino a derruir los muros

que nos separaban y nos aislaban,

el que vino a derrotar al odio

con la victoria del amor.

Quiero estar contigo, Señor,

porque eres nuestra reconciliación

y nuestra paz,

eres el descanso de mi vida,

y la fuerza del amor.

Creo en Ti, Señor,

que nunca me separe de Ti.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Beatriz de Silva y Meneses, Santa Fundadora,17 de agosto Beatriz de Silva y Meneses,

Beatriz de Silva y Meneses, Santa
Fundadora,17 de agosto
Beatriz de Silva y Meneses, Santa
Beatriz de Silva y Meneses, Santa

Fundadora de la Orden
de la Concepción de la Bienaventurada Virgen María

Martirologio Romano: En Toledo, en España, santa Beatriz da Silva Meneses, virgen, que fue dama noble de corte de la reina Isabel, pero, después, prefiriendo una vida de mayor perfección, se retiró a las religiosas de la Orden de Santo Domingo durante muchos años y fundó, finalmente, una nueva Orden con el título de Orden de la Concepción de la Bienaventurada Virgen María (1490).
El padre de Beatriz había luchado con las fuerzas portuguesas en la conquista de Ceuta en el año 1415, a las órdenes del capitán Pedro Meneses, conde de Viana y descendiente de los reyes de Castilla. De esa conquista parte el origen de amistad, conocimiento y posterior unión de las familias Silva y Meneses por el matrimonio entre don Rui Gomes de Silva y doña Isabel Meneses. Tuvieron once hijos y dos de ellos están en los altares;Amadeo, el quinto de los hermanos, que tomó el hábito franciscano, fundó la Orden llamada de los "amadeístas" y se dedicó a implantar la reforma en la Iglesia y Beatriz que fue canonizada por el Papa Pablo VI el día 3 de
Beatriz de Silva y Meneses, Santa
Beatriz de Silva y Meneses, Santa
octubre del año 1976.

Se desconoce con certeza el lugar y fecha del nacimiento de Beatriz. En cuanto al lugar algunos entendidos se pronuncian por Ceuta y otros se inclinan por Campomayor; y en lo que se refiere a la fecha se duda entre el 1424 o 1426. Sí se sabe que por los favores prestados en las guerras del norte de Africa, el rey Juan I ofreció la Alcaldía de Campomayor a don Rui Gomez de Silva, ciudad fronteriza con España, en el distrito de Portalegre y perteneciente a la diócesis de Evora, allá en el Alentejo. Fue en la casa solariega de la familia donde tanto Beatriz como sus hermanos recibieron una esmerada educación y aprendieron el amor a Dios, a Jesucristo y a su Madre santa María. Consta como avecindada en Campomayor los años 1434 al 1447.

Cuando el rey Juan II de Castilla contrajo matrimonio con Isabel de Portugal, se traslada la reina portuguesa al lado de su marido y es en Tordesillas (Valladolid) donde está la Corte. Lleva con ella a damas portuguesas que la acompañan y entre las cuales se encuentra Beatriz. Parece que su belleza fascinó al Rey y a cuantos jóvenes la llegaron a conocer; y que eso fue la causa de que pronto llegaran los celos de la Reina. Se cuenta que mandó encerrar a Beatriz en un baúl y que de este cautiverio fue milagrosamente salvada por la Virgen al tercer día de encierro.

Llega al convento de Santo Domingo el Real, en Toledo. Allí moró durante treinta años en calidad de seglar dedicada al silencio y a la oración, al sacrificio y al desprecio del mundo. Llega a contar la historia anónima del siglo XVI que jamás nadie, ni hombre ni mujer, vió su rostro por mantenerlo siempre cubierto con un velo, muy posiblemente por haber sido su belleza el motivo de locuras ajenas. Dedicó todos sus bienes al culto a Dios y a obras de caridad, repartiéndolos entre los pobres. Intenta interesar a la Reina Isabel la Católica en sus proyectos de fundar y consigue de ella la donación de las casas de los palacios reales de Galiana, junto a la muralla norte de Toledo y su capilla. Y contando con la decisión de doce compañeras funda la Orden de la Inmaculada Concepción, que el Papa Inocencio VIII aprueba con la Bula "Inter Universa" el 30 de abril de 1489. Poco tiempo de vida pudo dirigir la nueva orden inmaculista por morir, avisada unos días antes por la Virgen, en la misma fecha en que estaba prevista la ceremonia de toma de velos y fundación.

El franciscano P. Fray Juan de Tolosa evitó la extinción de la recién nacida Orden impidiendo que se fusionaran en Toledo las concepcionistas con las dominicas.

Luego, el también franciscano Cardenal Cisneros volvió a avivar la Orden y facilitó la fundación de nuevos conventos.

Su obra se extendió por Europa y América llegándose a contar la Orden más de 150 monasterios al ser canonizada por Pablo VI el 3 de Octubre de 1976.

Es un consuelo para los españoles ver en la historia patria la decisión y empeño del fervor creyente sin fisuras en la Inmaculada Concepción de la Virgen siglos antes de que esa verdad fuera proclamada dogma por la autoridad máxima de la Iglesia.

jueves, 11 de agosto de 2011

Santa Clara de Asis

Clara de Asís, Santa
Virgen y Fundadora, 11 de agosto
Clara de Asís, Santa

Fundadora de la Orden de Damas Pobres de San Damián

Martirologio Romano: Memoria de santa Clara, virgen, que, como primer ejemplo de las Damas Pobres de la Orden de los Hermanos Menores, siguió a san Francisco, llevando una áspera vida en Asís, en la Umbría, pero, en cambio, rica en obras de caridad y de piedad. Enamorada de verdad por la pobreza, no consintió ser apartada de la misma ni siquiera en la extrema indigencia y enfermedad (1253).
Nació en Asís el año 1193.
Fue conciudadana, contemporánea y discípula de San Francisco y quiso seguir el camino de austeridad señalado por él a pesar de la durísima oposición familiar.
Si retrocedemos en la historia, vemos a la puerta de la iglesia de Santa María de los Ángeles (llamada también de la Porciúncula), distante un kilómetro y medio de la ciudad de Asís, a Clara Favarone, joven de dieciocho años, perteneciente a la familia del opulento conde de Sasso Rosso.
En la noche del domingo de ramos, Clara había abandonado su casa, el palacio de sus padres, y estaba allí, en la iglesia de Santa María de los Ángeles. La aguardaban san Francisco y varios sacerdotes, con cirios encendidos, entonando el Veni Creátor Spíritus.
Dentro del templo, Clara cambia su ropa de terciopelo y brocado por el hábito que recibe de las manos de Francisco, que corta sus hermosas trenzas rubias y cubre la cabeza de la joven con un velo negro. A la mañana siguiente, familiares y amigos invaden el templo. Ruegan y amenazan. Piensan que la joven debería regresar a la casa paterna. Grita y se lamenta el padre. La madre llora y exclama: "Está embrujada". Era el 18 de marzo de 1212.
Cuando Francisco de Asís abandonó la casa de su padre, el rico comerciante Bernardone, Clara era una niña de once años. Siguió paso a paso esa vida de renunciamiento y amor al prójimo. Y con esa admiración fue creciendo el deseo de imitarlo.
Clara despertó la vocación de su hermana Inés y, con otras dieciséis jóvenes parientas, se dispuso a fundar una comunidad.
La hija de Favarone, caballero feudal de Asís, daba el ejemplo en todo. Cuidaba a los enfermos en los hospitales; dentro del convento realizaba los más humildes quehaceres. Pedía limosnas, pues esa era una de las normas de la institución. Las monjas debían vivir dependientes de la providencia divina: la limosna y el trabajo.
Corrieron los años. En el estío de 1253, en la iglesia de San Damián de Asís, el papa Inocencio IV la visitó en su lecho de muerte. Unidas las manos, tuvo fuerzas para pedirle su bendición, con la indulgencia plenaria. El Papa contestó, sollozando: "Quiera Dios, hija mía, que no necesite yo más que tú de la misericordia divina".
Lloran las monjas la agonía de Clara. Todo es silencio. Sólo un murmullo brota de los labios de la santa.
- Oh Señor, te alabo, te glorifico, por haberme creado.
Una de las monjas le preguntó:
- ¿Con quién hablas?
Ella contestó recitando el salmo.
- Preciosa es en presencia del Señor la muerte de sus santos.
Y expiró. Era el 11 de agosto de 1253. Fue canonizada dos años más tarde, el 15 de agosto de 1255, por el papa Alejandro IV, quien en la bula correspondiente declaró que ella "fue alto candelabro de santidad", a cuya luz "acudieron y acuden muchas vírgenes para encender sus lámparas".
Santa Clara fundó la Orden de Damas Pobres de San Damián, llamadas vulgarmente Clarisas, rama femenina de los franciscanos, a la que gobernó con fidelidad exquisita al espíritu franciscano hasta su muerte y desde hace siete siglos reposa en la iglesia de las clarisas de Asís.
De ella dijo su biógrafo Tomás Celano: "Clara por su nombre; más clara por su vida; clarísima por su muerte".

domingo, 7 de agosto de 2011

Presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios…

homilía despedida

madre superiora asilo

Rom. 12, 1-13; Sal. 39; Mt. 16, 24-27

‘Os exhorto por la misericordia de Dios a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable…’ Mucho quieren decirnos estas palabras con las que comienza el texto de la Palabra hoy proclamada en esta celebración especial que queremos hacer en esta mañana.

Como expresábamos desde el comienzo queremos hacer de esta Eucaristía una acción de gracias a Dios especial por nuestra Madre María de la Pasión en estos momentos en que el Señor, a través de sus superiores, la llama a servir en su consagración en otra parcela, en otro lugar, de la viña del Señor. Nos embarga la emoción en el alma, pero esos son los caminos del Señor que ella fielmente quiere seguir siviéndolo desde su consagración como hermanita de los Ancianos Desamparados.

Como creyentes y cristianos así queremos vivir nuestra vida como una ofrenda al Señor. Pero Dios llama a algunos a hacer una especial ofrenda de sus vidas consagrándose al Señor en la vida religiosa en los diferentes carismas que el Señor ha suscitado en su Iglesia, como es éste de servidoras fieles de los ancianos en el carisma de esta Congregación. La carta de san Pablo nos ha hablado precisamente de esos diferentes carismas. ‘Los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado…’ y nos habla de profecía, de servicio, de enseñanza, de organización, o de dirigir a la comunidad. Y como nos dice el Apóstol ‘hágalo siempre con generosidad, con agrado, según la gracia que se nos ha dado… servid constantemente al Señor… practicad la hospitalidad’.

Quien se ha consagrado al Señor le ha dado un sí total de toda su vida; no se pertenece a sí mismo sino que su pertenencia es del Señor. En sus manos se pone de forma incondicional. Así, en consecuencia, los votos de pobreza, castidad y obediencia con los que han ligado sus vidas al Señor para ser totalmente de El.

Y quien se consagra al Señor se convierte en un misionero del Señor, porque su vida, la vivencia de su consagración es el primer testimonio que ofrece al mundo de esa trascendencia grande que le ha dado a su vida. Quiere vivir el Reino de Dios con toda radicalidad y su vida es un anticipo de las bodas eternas del Reino de los cielos. Se dice que una consagrada al Señor es la esposa del Señor, porque así se ha unido a El en un amor total y fiel por toda su vida con esos votos de la vida religiosa que les liga.

Y misionera obediente va allí donde el Señor la envía. Cada uno de sus destinos es una llamada especial del Señor y un envío continuado en esa acción misionera de ir llevando a Cristo en su vida y en su servicio y amor allí a donde es enviada. El misionero no mira para detrás, porque lo que ha hecho lo ha hecho por el Señor; le ha tocado sembrar, pero la cosecha es del Señor, otro recogerá esos frutos para ofrecerselos al Señor y para continuar la labor realizada.

La labor que en la Iglesia realizan los pastores y los consagrados tiene siempre la continuidad de la acción del Espíritu que es el que va actuando en cada uno de sus agentes. No somos sino continuadores de la obra que otros antes que nosotros, en nombre del Señor, han ido realizando, como otros continuarán nuestra obra. Miramos hacia adelante a la obra que nos toca continuar realizando allí donde somos enviados. Siempre con la fuerza y la ayuda de la gracia del Señor.

Humanamente podremos sufrir desgarros en el corazón porque cuando hemos amado con toda sinceridad y con generosidad el corazón se va llenando de muchas gracias que recibimos de aquellos a los que servimos y amamos. Porque quien sirve y se entrega, se da con amor, pero es mucho el consuelo que con la gracia del Señor recibe de aquellos a los que sirve. Si miramos nuestra vida veremos como con toda esa gracia nos vamos enriqueciendo por dentro y al final no nos queda otra cosa que hacer que dar gracias al Señor.

Da gracias al Señor la madre María por todo el recorrido de su vida y por los casi seis años que ha pasado entre nosotros. Pero nosotros tenemos también muchos motivos para dar gracias al Señor. Mucho recibimos a través de su vida, porque el Señor se vale también de esas mediaciones para hacernos llegar su gracia. Mucho hemos aprendido de su generosidad, de su entrega, de su tesón, de su entusiasmo, de sus iniciativas por mejorar muchas cosas, de la preocupación que sentía por sus hermanas, de su servicio incansable a atender de la forma mejor a cada uno de sus ancianitos y ancianitas, o de tantas cosa buenas que adornan su vida.

No queremos hacer relaciones de cosas ahora ni ponernos a hacer muchas alabanzas, - a ella seguro que no les gustarian esas alabanzas en su humildad, una de sus grandes virtudes – pero si desde el corazón le decimos a ella, gracias, y al Señor gracias por lo que por medio de ella el Señor nos ha dado. Ahí está todo su empeño de culminar la obra de las reformas de la casa en los pabellones de los hombres que los ve casi concluidos aunque no los pueda ella inaugurar.

Pero todos recordamos también como en su estancia con nosotros celebró ella sus bodas de oro de su consagración al Señor. Fue un día grande para ella y una fiesta grande también para todos nosotros, todos los miembros de este Hogar y todos los que la acompañamos.

Pues bien, queremos que esta Eucaristía sea en verdad esa acción de gracias al Señor. ‘Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra…’ por cuantos dones de ti hemos recibido a través de la Madre María. Seguro que los ancianos y ancianas de este Hogar y todos los que hemos estado cerca la llevaremos siempre en el corazón.

Que el Señor premie sus desvelos y su entrega y le siga acompañando con su gracia para continuar la tarea allí donde es enviada. Como dice el evangelio, ‘el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta’. Seguro que al final de sus día recibirá el premio del Señor con la generosidad que el Señor sabe hacerlo para aquellos que se consagran a El.