jueves, 28 de julio de 2011

¡Qué deseables son tus moradas, Señor!

¡Qué deseables son tus moradas, Señor!


¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los Ejércitos!
Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
retozan por el Dios vivo.

Cuanto deseo, Señor, estar contigo,
disfrutar de tu presencia,
sentir la caricia de tu amor,
sentirme inundado por el rocío de tu paz,
dejarme envolver por la luz de tu gloria;
muero en mi deseo de vivir en ti,
como expresaba santa Teresa,
todo mi ser se estremece en el deseo
de poder un día contemplar cara a cara tu gloria;
los antiguos decían que quien veía a Dios moría,
y es cierto, Señor,
porque quién después de ver tu gloria
puede desear seguir viviendo
en este valle de lágrimas,
no puede ya sino vivir en tí;
en nuestro deseo de plenitud
nuestro espíritu y nuestro corazón
se levanta hacia ti
porque solo tú eres la vida,
eres la plenitud,
lo eres todo para mí.

Pero tenemos que seguir viviendo
en este peregrinar terreno
que se nos convierte tantas veces
en valle de lágrimas,
pero tú eres nuestra única esperanza
y así eres nuestra fortaleza
y nuestra vida;
de manera imperfecta,
porque imperfectos somos los humanos
mientras caminamos los caminos de este mundo,
queremos copiar la gloria del santuario del cielo
en nuestros santuarios terrenos
y en nuestra liturgia eclesial;
tomamos prestadas las voces y las palabras
de los ángeles y de los santos del cielo
para aquí cantar tu gloria
y lo que nos has revelado de esa liturgia celestial
lo repetimos en nuestra liturgia
y cantamos aleluyas,
y cantamos la gloria del Dios en el cielo,
como los ángeles a los pastores de Belén
y te proclamamos una y otra vez
con los cánticos del Apocalipsis
y de los profetas
que eres el Santo que merece toda nuestra alabanza
y nuestra acción de gracias.

Dame, Señor, la fuerza de tu Espíritu
que me purifique el corazón
para que el canto que salga de él
sea lo más puro
y lo más grato para tu gloria del cielo;
dame, Señor, la fuerza de tu Espíritu
que ponga palabras en mis labios
y fuego de amor en mi corazón
para que pueda hacer la mejor oración
y cantar la mejor alabanza;
hazme, Señor,
que en nuestra liturgia terrena,
porque la viva con toda la intensidad del amor,
pueda pregustar
lo que es la liturgia celestial,
lo que es el cántico de gloria
que se canta en el Santuario de los cielos.

Que todo sea, Señor, siempre para tu gloria.
Bendito sea por siempre tu nombre.
Postrados queremos ponernos ante tu presencia
para adorarte desde lo más hondo de nuestro corazón.
¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los Ejercitos!

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